6 de febrero de 2010

¡No lo entiendo!

Transcribimos a continuación un artículo que apareció el domingo 19 de febrero de 1854 en el “ALBUM SALMANTINO, semanario de ciencias, literatura, bellas artes e intereses materiales” que se comenzó a publicar precisamente el 5 de dicho mes en nuestra capital de provincia. En la publicación se recoge el artículo bajo el epígrafe de “Tradición salamanquina”. Nada más leer el título “¡No lo entiendo!, intuí de qué se trataba. Y es que la historieta se la había oído contar bastantes veces a nuestro querido y añorado Nazario. El hecho de que, posiblemente  el relato sea bastante familiar y conocido para un amplio sector de la población villaviejense ha sido la causa o razón principal para colocarla en estas páginas.

Domingo, 19 de febrero de 1854

TRADICIÓN SALAMANQUINA

¡NO LO ENTIENDO!

Cuentan las crónicas escandalosas de Salamanca.... (y las hay terribles desde los tiempos de la Tía Fingida, hasta nuestros días), que en el siglo pasado los Colegiales Mayores, se habían aficionado mucho a las Colegialas

Esto nada tiene de extraño, si atendemos, a que hace 4000 años otros angelitos dieron en esta flaqueza, según refiere el libro más antiguo y fidedigno del mundo, y fue preciso enviar agua abundante para apagarles la cólera: esta es la segunda reforma de que tenemos noticia, pues la primera fue cuando nuestros padres Adán y Eva mudaron de hábito, gracias a la frondosidad de una higuera. Por ahí vendremos en conocimiento de cuan antiguas son las reformas, por más que los descontentadizos digan otra cosa. Por lo que hace a los Colegiales Mayores, les sucedió lo que a los tales angelitos, pues su afición a las hijas de los hombres dio lugar a que se les reformase, y la reforma fue para ellos una especie de diluvio en que se ahogaron casi todos. En el día sabemos mucho acerca de esto, pues, gracias a espíritu innovador, tenemos reformas de diluvio y diluvio de reformas.

Sigue diciendo la crónica, que los tales colegialitos eran de familias nobles y ricas, a pesar de que los fundadores erigieron aquellos colegios para pobres: que eran holgazanes, en vez de ser estudiosos, como lo habían sido los colegiales antiguos de los siglos 16 y 17, cuando eran pobres, y que a fuer de ricos y holgazanes guardaban poca clausura. En esto último hay que hacerles justicia, pues era notorio en Salamanca, que en ningún colegio mayor se permitía entrar mujer,… vieja, ni fea.

Había pues a mediados del siglo pasado en la calle de la Rúa, si no miente la crónica, un zapatero de la piel de Barrabás, como decir se suele, y conviene expresarlo así, no se vaya a creer, que hacia zapatos con la piel del difunto Barrabás. El tal zapatero, maligno y atisbador, como suelen ser algunos hijos de San Crispín, dio en la treta de observar las idas y venidas, entradas y salidas de los colegiales mayores. Cada vez que pasaba un Colegial mayor por la calle, principiaba a batir la suela con gran estrépito, gritando al mismo tiempo con toda la fuerza de sus pulmones.
- ¡No lo entiendo! ¡¡No lo entiendoooo!!
Asomábanse los vecinos a las puertas y ventanas, veían al Colegial marchando con gravedad y lentitud, preguntaban al maestro, que era lo que no entendía, y el, tirando suela y martillo, continuaba silencioso la obra segunda; pues hay indicios de que era viejo y remendón. Un maestro de obra prima hubiera formado sus oficiales en la calle y les hubiera hecho presentar las leznas, al pasar un Colegial mayor. Mas el remendón repitió tantas veces el golpeteo y los gritos, que ya los vecinos en vez de asomarse a la calle se contentaban con decir
- Por ahí pasa algún Colegial mayor.
Los colegiales llegaron a notar la música, con que les obsequiaba el maestro al pasar por la calle, y no se resintió poco su orgullo con motivo de aquel saludo. En vano hicieron que un vecino le amonestara. Atrincherado en sus imprescriptibles derechos de batir la suela y mover la lengua, cómo y cuando le conviniera, concluyó diciendo, que él era un hombre de bien y no se metía con nadie. Aun no se había descubierto el filón de la soberanía nacional, pues en tal caso, en vez de hombre de bien, hubiera dicho, que era un ciudadano libre. Los Colegiales se vieron en el caso de no pasar por la calle de la Rúa, y entenderse epistolarmente con las colegialas del barrio. El caso iba siendo grave, los vecinos interrogaban al maestro, que significaba aquel ¡no lo entiendo! y un bachiller en Teología se ofreció a explicárselo, por difícil que fuera; pero en vano, pues el zapatero no quería explicaciones.

Los del Colegio Viejo, que eran, como más vecinos y antiguos, los que se daban por mas agraviados, se quejaron al Corregidor por conducto de la Corregidora. No solían ser los corregidores de Salamanca muy afectos a los Colegiales Mayores, pues los miraban estos con desprecio, y aun se desdeñaban de saludarles, ni dar muestra alguna de respeto a su vara. Pero las gestiones de la Corregidora fueron tan graves y apremiantes, que el esposo hubo de hacer comparecer al artista a la judicial presencia.

-¿Con qué V. tiene valor para insultar a los señores Colegiales mayores, cuando pasan por su puerta?
- Señor, soy incapaz de insultar.......
- Guarde respeto a la autoridad, o de lo contrario......
- Entonces me callaré.
- Hable lo que tenga que decir.
- Mejor fuera decirme sobre qué tengo de hablar.
-¿Por qué bate la suela cuando pasan los Colegiales?
- Porque es cosa de mi oficio.
- Y por qué dice V. que no lo entiende?
- Porque efectivamente hay una cosa que no entiendo.

Al llegar aquí el astuto zapatero tomó la iniciativa y principió a interrogar al Corregidor, sin advertir este que se convertía de demandante en demandado.

- Dicen que para saber se necesita estudiar.
- Cierto que sí, dijo el Corregidor.
- Y que el estudio exige mucho recogimiento.
- ¿Quién lo duda?
- Pues el que está todo el día en la calle, en la plaza, o en visita, no anda muy arrecogido.
- Pase, aunque sea con arre.
- Ahora bien, Señor: dicen que los Colegiales Mayores son unos sabios, y con todo eso yo no se cuando estudian, pues de día y de noche, por la tarde y a todas horas, los veo recogidos en la calle y en visitas, por eso digo, que no lo entiendo.
- Ni yo tampoco,-replicó el Corregidor, que acababa de observar un movimiento casi imperceptible en un tapiz, por debajo del cual asomaban cuatro puntas de zapatos, dos de ellos con hebillas muy elegantes, que olían a Colegio. Volvió la espalda algo mohíno y el zapatero se despidió haciendo un gesto muy expresivo. Así que vio pasar un Colegial Mayor por su casa, principió a gritar aun más desaforadamente:
- No lo entiendo, no lo entiendo, ni el Sr. Corregidor tampoco.

No hay fábula sin moraleja, ni tradición sin enseñanza; y la de ésta se reduce a... pero, mejor será que hagan los lectores por entenderlo.